«¿Acaso hay algún derecho que no sea humano?», se preguntaba Fernando Savater. Y es que la nota que añadiré a continuación tiene que ver precisamente con estos atributos de Jano, con este cruce de caminos por donde el filósofo nos deja momentáneamente solos para que lo remediemos con una reflexión conminatoria: ¿Cómo alcancé esta pregunta y por qué soy de algún modo Jano, por qué me veo obligado a interpelar el pasado y el futuro de lo humano, es decir de mí mismo, para justificarme? Y seguramente, si el descuido propio o del autor así lo disimula, también se caiga en la cuenta de que encarnamos como personas la agobiante sintesis histórica de un tiempo del que odiamos hacernos responsables. ¿Cuándo hemos nacido? ¿Allí donde reza el documento o bajo el nuevo marco de este dios Jano que nos extiende por la «líquida llanura» de los antiguos griegos, de sus primeras interpretaciones y preguntas? Y no hablamos de historia porque sintamos predilección por sus encantamientos: nos «vemos» en la historia porque la mente acaba de recordar que el hallazgo de la conciencia dependió de ello. ¿De qué se puede ser consciente sin rendirle tributo a este dios bifronte? ¿Qué otro inefable espacio se puede cargar tan instantáneamente a partir de ese modestísimo «darse cuenta» hallado por nuestra mente?
Estas cuestiones que habitualmente ocupan a los filósofos a menudo se encaminan, dado que ellos tampoco pueden dejar de encarnarse en este temporal valle de lágrimas , en el campo de la ética.
Américo Schvartzman, filósofo, periodista, dibujante y político de Concepción del Uruguay, en Argentina, a menudo retoma esta senda casi sin quererlo y alcanza nuestro paso para compartir este humano derecho (Savater hablaría entonces de un pleonasmo) de mirar con rigor aquello que ha poco nos habíamos propuesto, y de la situación en que nos encontramos, en cambio, ahora.
Hasta aquí nada que atice algún rescoldo histórico para abrigo futuro. Es más: todos sabemos que sólo hay pasos para dar de uno por vez. Pero, y como sólo puede advertirse tras ajustar firmemente las velas, obviamos referir esto y en cambio ponemos la expectativa en la oportunidad de los vientos. La filosofía tiene la particularidad de examinarse a sí misma, y diría que a veces es casi una obsesión. Que guste entonces de retorcerse por las sulfurosas aguas de la ética no debe sorprendernos.
En el mundo, y sobre todo en este país donde los Derechos Humanos han sido tan dolorosamente trágicos para su aprendizaje, nadie supondría que nos hemos confundido en los valores centrales de su ejercicio, de su práctica. Y es que a juzgar por la mirada institucional, política y cultural de los argentinos, les hemos conferido a su valiosa capacidad regenerativa una condición de asignatura, los hemos cosificado, los convocamos para que nos vivifiquen y ya petrificados por nuestro muerto entendimiento los hemos preparado para acompañar los viejos bustos de las plazas.
A las palabras más humanas las hemos manoseado hasta quitarles el sonido.
Quien así lamenta y escribe este blog recibió la generosa disposición de Américo Schvartzman para publicar este trabajo y su mucha cautela, este viento al fin tan oportuno, y que aguardo con esperanzas no pase en vano para todos.
¿Para Qué Sirven los Derechos Humanos?
Por Américo Schvartzman
Asesinatos, violaciones, robos, asaltos, cortes de calles o rutas, piquetes, toma de espacios públicos o privados, desalojos... Cada día la vorágine multimediática proporciona múltiples abordajes epidérmicos en relación con los derechos humanos. En el costado pegado al seudoprogresismo al frente del Gobierno (en los diferentes niveles), la expresión es utilizada de manera excluyente, sólo para referirse a los casos en los cuales se procura hacer justicia sobre el pasado reciente de la Argentina, es decir las atrocidades cometidas por quienes usurparon el poder desde 1976 hasta 1983. Los voceros gubernamentales no encuentran otra aplicación de estos términos.
En el otro rincón (presuntamente), la derecha emplea la expresión al borde del desprecio desembozado. “Derechos humanos sólo para los delincuentes”, “¿dónde están los derechos humanos de las víctimas?” y frases de ese estilo, constituyen las cada vez más frecuentes ocasiones en las que los representantes institucionales o emergentes del pensamiento conservador, impulsan una campaña cuasisistemática para degradar la antiquísima cuestión de que hay ciertos derechos que son elementales a la persona humana –por el solo hecho de estar viva– para reemplazarla por un relativismo según el cual los derechos humanos se “merecen” o entran en una lógica de “premio-castigo”. Es decir: si te portás mal, “suspendo” el respeto a tus derechos humanos (con el agravante, conocido, de que según el criterio del hablante, esa “mala conducta” puede ser un simple hurto, un delito de opinión o incluso una cuestión de aspecto exterior).
En mi opinión, ambos abordajes son igualmente unilaterales, trivializan el asunto y no contribuyen a lo que podría denominarse la ética de los derechos humanos, en tanto cultura social, según la cual el respeto por ellos es un complejo fenómeno cultural que en la promulgación legal apenas encuentra un paso importante, en el camino de un largo entramado de compromisos internacionales, nacionales, sociales e individuales, que tiene por objetivo crear una comunidad planetaria que efectivamente garantice el disfrute universal de los derechos humanos. Por dar un ejemplo: desde la primera formulación legal de la abolición de la esclavitud en la Argentina hasta la actualidad han transcurrido 197 años; no obstante aún no se destierran efectivamente todas las formas de reducción a servidumbre o semiesclavitud. Es un proceso, y la inclusión en la estructura jurídica es apenas un punto importante, no el inicio, sino un hito que luego debe desarrollarse en la complejidad de un sistema de restricciones y protección para que se efectivice.
LO NORMATIVO Y LO DESCRIPTIVO
En el lenguaje se pueden diferenciar usos, y parece necesario hacerlo para clarificar lo que queremos. A veces nos referimos a cómo son las cosas, y otras veces a cómo deberían ser. A grandes trazos, podríamos decir que el primer caso es un uso descriptivo y el segundo normativo.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por las Naciones Unidas hace 62 años, tiene como su primer artículo el que expresa que todos los seres humanos “nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Esa idea, tomada casi literalmente de la Declaración Francesa de 1789, fue despreciada por Friedrich Nietzsche como “la mentira más grande que jamás se ha pronunciado”. El filósofo argentino Eduardo Rabossi hizo una interesante observación analítica en relación a este asunto: señaló que Nietszche confundió los usos descriptivo y normativo de la aseveración.
Rabossi se refería a que un enunciado “descriptivo” tiene contenido empírico, es decir, puede ser declarado verdadero o falso. Pero los enunciados también pueden ser usados, sin alterar su formulación, con fines “normativos”. En este caso, lo que se persigue con su formulación y con los efectos que produce es, obviamente, distinto a lo que se persigue con su uso empírico. El Artículo Primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Se trata de un enunciado normativo y no descriptivo. Nos dice cómo deben ser las cosas, no cómo son.
EL DEBER SER
Desde 1948, y con la progresiva aceptación de cada una de las naciones del planeta, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en tanto conjunto de enunciados normativos, nos dice cómo deberían ser las relaciones entre los seres humanos, sobre la base de la libertad, la igualdad y la dignidad. No nos dice cómo son esas relaciones, sino que nos permite determinar en qué hemos mejorado, en qué aspectos no logramos modificar las injusticias y, sobre todo, nos permite establecer parámetros que –recuperando una de las más importantes tendencias éticas de la historia del pensamiento– pueden proyectarse de manera universal para dar las bases de una humanidad más humana.
Los derechos humanos son solidarios entre sí. Si se viola uno de ellos se violan todos los otros. Esa idea, la de que los derechos humanos son inescindibles, es compleja, pero es la base de la comprensión de una propuesta igualitaria y democrática moderna, y a la vez es la fundamentación más comprometida de una posible organización social sobre bases diferentes, que sea capaz de conjugar en un mismo plano por un lado los derechos sociales, económicos y culturales, y por el otro los derechos civiles y políticos, todos ellos consagrados en los instrumentos internacionales de derechos humanos. Es decir, conjugar, conciliar, armonizar la histórica tensión entre los valores de “igualdad” y “libertad”, sin que la concreción de uno de ellos vaya en desmedro del otro. Como suele decir Eduardo Galeano, el desafío del presente consiste en unir a “esas dos hermanas siamesas que han sido obligadas a vivir separadas”. En efecto, el capitalismo occidental sacrificó la igualdad en nombre de la libertad, y la experiencia del llamado “socialismo real” sacrificó la libertad en nombre de la igualdad. La Declaración de los Derechos Humanos presenta un basamento adecuado para erigirse en el eslabón de esa unidad. Ese eslabón es la dignidad humana.
RESPUESTA A LA DERECHA Y AL SEUDOPROGRESISMO
Un gobierno que se autodenomina progresista no debe restringir el campo de los derechos humanos sólo al esclarecimiento y castigo de los atroces episodios de la dictadura militar. La lacerante desigualdad que existe en la sociedad argentina, la insoportable noticia de que hay niños que mueren de hambre –en un país que produce calorías para 600 millones de personas–, la flagrante violación en amplísimas capas de la población de derechos como el acceso a la vivienda, al agua potable –consagrado como derecho humano por la ONU en julio de este año–, al trabajo, a la educación, a igual remuneración, y tantos otros, son una acusación terminante hacia una gestión que enarbola sólo oral y gestualmente la prédica de la dignidad humana.
La desgraciada frase con que la Presidenta de la Nación presentó la propuesta del “Fútbol para todos” es una ilustrativa referencia a este respecto: “No es posible que sólo el que pueda pagar pueda mirar un partido, que secuestren los goles hasta el domingo aunque pagues igual, como te secuestran la palabra o te secuestran las imágenes, como antes secuestraron y desaparecieron a 30 mil argentinos”. Sólo quien menosprecia hasta la banalidad el uso de las palabras puede haber permanecido todo este tiempo sin siquiera disculparse por esta injustificable manipulación de un tema tan caro a los derechos humanos.
Igualmente, es inaceptable que permanentemente se gatille la idea de que los derechos humanos son sólo para los delincuentes o de que “mis derechos terminan donde empiezan los de los demás”. Los derechos humanos son solidarios e inseparables, y los derechos de quien dice esa frase trivial y remanida, son violados a diario con cada viejo desamparado, con cada joven que dejó la escuela, con cada pareja que no accede a una vivienda, con cada familia que carece de cloacas, con cada gurí que limpia vidrios en las paradas de los semáforos, aunque lo ignoren tanto el vocero de la frase como cada uno de los otros ciudadanos y ciudadanas enumeradas.
A la derecha “manodurista” ilustrada debería recordársele que para John Locke, padre del liberalismo, el derecho de propiedad está íntimamente vinculado con la libertad. En otras palabras, que para ser libre, el hombre necesita tener propiedad. Uno puede discrepar con esa idea, pero también puede asediarla por otro costado: supongamos que aceptamos la premisa; pero entonces cabe preguntarse ¿queremos que todos los seres humanos sean libres? Si la respuesta es positiva ¿no deberíamos asegurarles a todos la posibilidad de ser propietarios? ¿No debería ser tan importante la protección de quien ya tiene propiedad –única preocupación de la derecha macrista ilustrada– como el acceso a la misma de quien no la posee?
A las personas que bienintencionadamente caen en la prédica de la derecha ilustrada en contra de la ética de los derechos humanos, debe explicársele que, a diferencia de los derechos “corrientes”, que entrañan obligaciones como contracara, los derechos humanos no se pierden, son inalienables. Yo tengo el derecho de conducir vehículos; pero para ello tengo obligaciones: tramitar el carnet y respetar las normas de tránsito, entre otras. Si no cumplo con ellas, pierdo el derecho a manejar un automóvil. Pero en el caso de los derechos humanos, las cosas son distintas. El sujeto tiene el derecho a recibir educación. La obligación de brindar las condiciones para ello son de un tercero: el Estado. No se le puede birlar el derecho a la persona, ni tampoco el Estado puede hacerse el distraído respecto de su deber, al menos en la Argentina, en donde las declaraciones de derechos humanos tienen la misma jerarquía que la Constitución Nacional, es decir que están en la cúspide de la pirámide jurídica. (En el caso del que delinque, ese derecho se restringe, pero no se pierde: podrá tener libertad en su celda, donde escuchará la música que desee, leerá los libros que quiera y hasta podrá estudiar. No pierde su derecho a la vida, ni su dignidad).
“¿Y los derechos humanos de las víctimas?” Como no hay pregunta tonta, ni respuesta definitiva –según decía Paulo Freire– la respuesta sólo se brinda para quienes lo preguntan desde la buena fe: necesitamos una sociedad y un Estado que velen por los derechos humanos de todos y todas. Proponer violar los derechos del victimario no es justicia, sino venganza. Y la verdad es que pone a quien lo proponga, detrás del propio delincuente en la escala moral, tal como se lo hacía decir Platón a Protágoras, 2.500 años atrás, en el diálogo de este nombre: “Verás, Sócrates, el valor de castigar a los injustos es que la virtud puede ser adquirida. No se castiga al injusto en pos de la injusticia cometida, a menos que se vengue como una bestia. Quien castiga con la razón no piensa en la injusticia pasada, pues no consigue que lo que fue dejase de ser, sino pensando en el futuro, para que ni él ni quien lo ve vuelvan a cometer injusticias”.
LO ÚNICO POSIBLE
El filósofo argentino Oscar del Barco escribió, amargamente, que principios fundamentales como el de no matar, así como el de amar al prójimo, son “principios imposibles”, de imposible cumplimiento, porque “la historia es en gran parte historia de dolor y muerte”. Pero –agregaba– sostener esos principios imposibles “es lo único posible”. Sin ellos no podría existir la sociedad humana. “Asumir lo imposible como posible es sostener lo absoluto de cada ser humano, desde el primero al último”. Ese es el papel normativo de los derechos humanos, y es necesario, entre otras cosas, insistir en esto tanto frente a la trivialización seudoprogresista de la ética de los derechos humanos, como de la andanada “manodurista” de la derecha que sólo piensa en proteger los derechos de los propietarios.
Vale recordar que en esta cuestión de “posibilidades” e “imposibilidades”, como escribió Max Weber, “No se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez”. Construir la ética de los derechos humanos es intentar una y otra vez ese desafío.
Américo Schvartzman, de la redacción de El Miércoles Digital
http://www.miercolesdigital.com.ar/preview_diag.asp?ID=22675&TAM=700
Por Américo Schvartzman
Asesinatos, violaciones, robos, asaltos, cortes de calles o rutas, piquetes, toma de espacios públicos o privados, desalojos... Cada día la vorágine multimediática proporciona múltiples abordajes epidérmicos en relación con los derechos humanos. En el costado pegado al seudoprogresismo al frente del Gobierno (en los diferentes niveles), la expresión es utilizada de manera excluyente, sólo para referirse a los casos en los cuales se procura hacer justicia sobre el pasado reciente de la Argentina, es decir las atrocidades cometidas por quienes usurparon el poder desde 1976 hasta 1983. Los voceros gubernamentales no encuentran otra aplicación de estos términos.
En el otro rincón (presuntamente), la derecha emplea la expresión al borde del desprecio desembozado. “Derechos humanos sólo para los delincuentes”, “¿dónde están los derechos humanos de las víctimas?” y frases de ese estilo, constituyen las cada vez más frecuentes ocasiones en las que los representantes institucionales o emergentes del pensamiento conservador, impulsan una campaña cuasisistemática para degradar la antiquísima cuestión de que hay ciertos derechos que son elementales a la persona humana –por el solo hecho de estar viva– para reemplazarla por un relativismo según el cual los derechos humanos se “merecen” o entran en una lógica de “premio-castigo”. Es decir: si te portás mal, “suspendo” el respeto a tus derechos humanos (con el agravante, conocido, de que según el criterio del hablante, esa “mala conducta” puede ser un simple hurto, un delito de opinión o incluso una cuestión de aspecto exterior).
En mi opinión, ambos abordajes son igualmente unilaterales, trivializan el asunto y no contribuyen a lo que podría denominarse la ética de los derechos humanos, en tanto cultura social, según la cual el respeto por ellos es un complejo fenómeno cultural que en la promulgación legal apenas encuentra un paso importante, en el camino de un largo entramado de compromisos internacionales, nacionales, sociales e individuales, que tiene por objetivo crear una comunidad planetaria que efectivamente garantice el disfrute universal de los derechos humanos. Por dar un ejemplo: desde la primera formulación legal de la abolición de la esclavitud en la Argentina hasta la actualidad han transcurrido 197 años; no obstante aún no se destierran efectivamente todas las formas de reducción a servidumbre o semiesclavitud. Es un proceso, y la inclusión en la estructura jurídica es apenas un punto importante, no el inicio, sino un hito que luego debe desarrollarse en la complejidad de un sistema de restricciones y protección para que se efectivice.
LO NORMATIVO Y LO DESCRIPTIVO
En el lenguaje se pueden diferenciar usos, y parece necesario hacerlo para clarificar lo que queremos. A veces nos referimos a cómo son las cosas, y otras veces a cómo deberían ser. A grandes trazos, podríamos decir que el primer caso es un uso descriptivo y el segundo normativo.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por las Naciones Unidas hace 62 años, tiene como su primer artículo el que expresa que todos los seres humanos “nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Esa idea, tomada casi literalmente de la Declaración Francesa de 1789, fue despreciada por Friedrich Nietzsche como “la mentira más grande que jamás se ha pronunciado”. El filósofo argentino Eduardo Rabossi hizo una interesante observación analítica en relación a este asunto: señaló que Nietszche confundió los usos descriptivo y normativo de la aseveración.
Rabossi se refería a que un enunciado “descriptivo” tiene contenido empírico, es decir, puede ser declarado verdadero o falso. Pero los enunciados también pueden ser usados, sin alterar su formulación, con fines “normativos”. En este caso, lo que se persigue con su formulación y con los efectos que produce es, obviamente, distinto a lo que se persigue con su uso empírico. El Artículo Primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos dice: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Se trata de un enunciado normativo y no descriptivo. Nos dice cómo deben ser las cosas, no cómo son.
EL DEBER SER
Desde 1948, y con la progresiva aceptación de cada una de las naciones del planeta, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en tanto conjunto de enunciados normativos, nos dice cómo deberían ser las relaciones entre los seres humanos, sobre la base de la libertad, la igualdad y la dignidad. No nos dice cómo son esas relaciones, sino que nos permite determinar en qué hemos mejorado, en qué aspectos no logramos modificar las injusticias y, sobre todo, nos permite establecer parámetros que –recuperando una de las más importantes tendencias éticas de la historia del pensamiento– pueden proyectarse de manera universal para dar las bases de una humanidad más humana.
Los derechos humanos son solidarios entre sí. Si se viola uno de ellos se violan todos los otros. Esa idea, la de que los derechos humanos son inescindibles, es compleja, pero es la base de la comprensión de una propuesta igualitaria y democrática moderna, y a la vez es la fundamentación más comprometida de una posible organización social sobre bases diferentes, que sea capaz de conjugar en un mismo plano por un lado los derechos sociales, económicos y culturales, y por el otro los derechos civiles y políticos, todos ellos consagrados en los instrumentos internacionales de derechos humanos. Es decir, conjugar, conciliar, armonizar la histórica tensión entre los valores de “igualdad” y “libertad”, sin que la concreción de uno de ellos vaya en desmedro del otro. Como suele decir Eduardo Galeano, el desafío del presente consiste en unir a “esas dos hermanas siamesas que han sido obligadas a vivir separadas”. En efecto, el capitalismo occidental sacrificó la igualdad en nombre de la libertad, y la experiencia del llamado “socialismo real” sacrificó la libertad en nombre de la igualdad. La Declaración de los Derechos Humanos presenta un basamento adecuado para erigirse en el eslabón de esa unidad. Ese eslabón es la dignidad humana.
RESPUESTA A LA DERECHA Y AL SEUDOPROGRESISMO
Un gobierno que se autodenomina progresista no debe restringir el campo de los derechos humanos sólo al esclarecimiento y castigo de los atroces episodios de la dictadura militar. La lacerante desigualdad que existe en la sociedad argentina, la insoportable noticia de que hay niños que mueren de hambre –en un país que produce calorías para 600 millones de personas–, la flagrante violación en amplísimas capas de la población de derechos como el acceso a la vivienda, al agua potable –consagrado como derecho humano por la ONU en julio de este año–, al trabajo, a la educación, a igual remuneración, y tantos otros, son una acusación terminante hacia una gestión que enarbola sólo oral y gestualmente la prédica de la dignidad humana.
La desgraciada frase con que la Presidenta de la Nación presentó la propuesta del “Fútbol para todos” es una ilustrativa referencia a este respecto: “No es posible que sólo el que pueda pagar pueda mirar un partido, que secuestren los goles hasta el domingo aunque pagues igual, como te secuestran la palabra o te secuestran las imágenes, como antes secuestraron y desaparecieron a 30 mil argentinos”. Sólo quien menosprecia hasta la banalidad el uso de las palabras puede haber permanecido todo este tiempo sin siquiera disculparse por esta injustificable manipulación de un tema tan caro a los derechos humanos.
Igualmente, es inaceptable que permanentemente se gatille la idea de que los derechos humanos son sólo para los delincuentes o de que “mis derechos terminan donde empiezan los de los demás”. Los derechos humanos son solidarios e inseparables, y los derechos de quien dice esa frase trivial y remanida, son violados a diario con cada viejo desamparado, con cada joven que dejó la escuela, con cada pareja que no accede a una vivienda, con cada familia que carece de cloacas, con cada gurí que limpia vidrios en las paradas de los semáforos, aunque lo ignoren tanto el vocero de la frase como cada uno de los otros ciudadanos y ciudadanas enumeradas.
A la derecha “manodurista” ilustrada debería recordársele que para John Locke, padre del liberalismo, el derecho de propiedad está íntimamente vinculado con la libertad. En otras palabras, que para ser libre, el hombre necesita tener propiedad. Uno puede discrepar con esa idea, pero también puede asediarla por otro costado: supongamos que aceptamos la premisa; pero entonces cabe preguntarse ¿queremos que todos los seres humanos sean libres? Si la respuesta es positiva ¿no deberíamos asegurarles a todos la posibilidad de ser propietarios? ¿No debería ser tan importante la protección de quien ya tiene propiedad –única preocupación de la derecha macrista ilustrada– como el acceso a la misma de quien no la posee?
A las personas que bienintencionadamente caen en la prédica de la derecha ilustrada en contra de la ética de los derechos humanos, debe explicársele que, a diferencia de los derechos “corrientes”, que entrañan obligaciones como contracara, los derechos humanos no se pierden, son inalienables. Yo tengo el derecho de conducir vehículos; pero para ello tengo obligaciones: tramitar el carnet y respetar las normas de tránsito, entre otras. Si no cumplo con ellas, pierdo el derecho a manejar un automóvil. Pero en el caso de los derechos humanos, las cosas son distintas. El sujeto tiene el derecho a recibir educación. La obligación de brindar las condiciones para ello son de un tercero: el Estado. No se le puede birlar el derecho a la persona, ni tampoco el Estado puede hacerse el distraído respecto de su deber, al menos en la Argentina, en donde las declaraciones de derechos humanos tienen la misma jerarquía que la Constitución Nacional, es decir que están en la cúspide de la pirámide jurídica. (En el caso del que delinque, ese derecho se restringe, pero no se pierde: podrá tener libertad en su celda, donde escuchará la música que desee, leerá los libros que quiera y hasta podrá estudiar. No pierde su derecho a la vida, ni su dignidad).
“¿Y los derechos humanos de las víctimas?” Como no hay pregunta tonta, ni respuesta definitiva –según decía Paulo Freire– la respuesta sólo se brinda para quienes lo preguntan desde la buena fe: necesitamos una sociedad y un Estado que velen por los derechos humanos de todos y todas. Proponer violar los derechos del victimario no es justicia, sino venganza. Y la verdad es que pone a quien lo proponga, detrás del propio delincuente en la escala moral, tal como se lo hacía decir Platón a Protágoras, 2.500 años atrás, en el diálogo de este nombre: “Verás, Sócrates, el valor de castigar a los injustos es que la virtud puede ser adquirida. No se castiga al injusto en pos de la injusticia cometida, a menos que se vengue como una bestia. Quien castiga con la razón no piensa en la injusticia pasada, pues no consigue que lo que fue dejase de ser, sino pensando en el futuro, para que ni él ni quien lo ve vuelvan a cometer injusticias”.
LO ÚNICO POSIBLE
El filósofo argentino Oscar del Barco escribió, amargamente, que principios fundamentales como el de no matar, así como el de amar al prójimo, son “principios imposibles”, de imposible cumplimiento, porque “la historia es en gran parte historia de dolor y muerte”. Pero –agregaba– sostener esos principios imposibles “es lo único posible”. Sin ellos no podría existir la sociedad humana. “Asumir lo imposible como posible es sostener lo absoluto de cada ser humano, desde el primero al último”. Ese es el papel normativo de los derechos humanos, y es necesario, entre otras cosas, insistir en esto tanto frente a la trivialización seudoprogresista de la ética de los derechos humanos, como de la andanada “manodurista” de la derecha que sólo piensa en proteger los derechos de los propietarios.
Vale recordar que en esta cuestión de “posibilidades” e “imposibilidades”, como escribió Max Weber, “No se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez”. Construir la ética de los derechos humanos es intentar una y otra vez ese desafío.
Américo Schvartzman, de la redacción de El Miércoles Digital
http://www.miercolesdigital.com.ar/preview_diag.asp?ID=22675&TAM=700
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